(Del lat. cadĕre).3. intr. Dicho de un cuerpo: Perder el equilibrio hasta dar en tierra o cosa firme que lo detenga. U. t. c. prnl.
No hay mejor alivio para las ansias de soledad que un salto al vacío. Ese salto en el que se siente el viento cruzando feroz por el pelo, en el que todos los segundos desaparecen tragados por la inmensidad del paisaje que vuela borroso frente a nuestros sentidos.
Ese salto cuántico cuyo objetivo final es la nada; cuyo simple fin es la actividad de matar las horas, los segundos y las palabras en un disparo de eones de excitación acumulada.
Un salto que puede ser pregunta, respuesta o juego. Un salto que es también negación, negación de un tú, de un yo y de un nosotros. Un salto inmerso en la belleza, un salto en el que se vislumbra levemente un puente hacia un camino nuevo. Un salto que es también juego.
Por que somos ante todo, homo ludens, la explicación misma de las pulsaciones de pensamiento es el jugar mismo, y los sentidos sucumben fácil hacia lo desconocido.
Lo desconocido que puede ser también bello, que puede encerrar dentro de su génesis los secretos intrínsecos del universo.
Por que tras cada llave de sol y juego armónico se esconde la matemática de la creación, a algunos cuya naturaleza humana nos es dado poner en duda se les ha abierto la posibilidad de trascender en la naturaleza saltatoria de aquellos cuya agudeza no alcanza niveles de creación tan espectaculares.
Más que un salto, podríamos decir que lo que cura las ansias de no-soledad es una caída libre. Una caída en la que probamos nuestra propia vulnerabilidad, escondida cuidadosamente por nosotros en los pliegues recónditos del lenguaje; una caída en la que nuestros sentidos se confunden hasta el límite del absurdo, bailando entre todos una danza endiablada de lo sublime y lo abyecto; cayendo, en fín, hacia la sima de la memoria en busca de una manera de alzar el vuelo nuevamente.
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